A 82 de la muerte de Carlos Gardel, mitos y verdades del «zorzal criollo»
«Gardel es un mito porque cantaba maravillosamente. Le juro que si yo me pongo a cantar, no me convierto en un mito». (Félix Luna al autor de esta nota)
Según un poeta, cada 24 de junio «cae una gota de plomo fundido en el corazón del pueblo». Bellas palabras aunque, pasados 82 años de la tragedia de Medellín, el dolor está lejos de ser el mismo. Pero sí la pasión.
Cada día de ese día, alguien (muchos) se acerca al monumento en bronce de Gardel, pone un cigarrillo entre los dedos, lo enciende, y lentamente deja atrás por portones de la Chacarita. Y tampoco se apaga el misterio.
¿Francés o uruguayo? ¿No le interesaban las mujeres? (con las implicancias del interrogante…) ¿El avión se estrelló porque alguien disparó un balazo? ¿O fue una imprudencia del piloto, en pugna con la empresa aérea rival? ¿Gardel se salvó y siguió actuando, desfigurado, en cafetines de mala muerte, por toda América? Disparates que sí edificaron el mito.
Es extraño, porque la verdad es mucho más apasionante. Es la construcción de un ídolo, por genio y trabajo, y desde la nada. Charles Romuald Gardés (Toulouse, Francia, 11 de diciembre de 1890), hijo de Berta Gardés y padre desconocido, llegó con su madre a Buenos Aires antes de cumplir sus tres años. Vivieron en el Abasto, entonces un barrio bravo donde los duelos a cuchillo eran casi el pan de cada día.
Charles, luego Carlos Gardel, el Francesito, el Morocho del Abasto, el Zorzal Criollo (apodo creado por el payador José Betinotti), llegó hasta segundo año del secundario, pero abandonó porque, según testigos, «tenía un alma inquieta, traviesa, cantora, y una sonrisa que nunca se borraba».
Empezó a cantar temas camperos en los comités políticos y en los humosos cafetines del Abasto y de la Boca. Utilero, tramoyista y claque (aplaudidor por unos centavos) en varios teatros, conoció y oyó cantar ópera al gran Tita Ruffo y al monstruo sagrado Enrico Caruso, autor –¿verdad o fantasía?– del máximo imprimatur: «Este muchacho tiene una lágrima en la garganta». Y se jura también (en mi ya larga vida conocí hombres que fueron sus amigos) que los imitaba a la perfección. Es más: Charles Aznavour, en los años 80, confesó: «Aprendí a vocalizar escuchando a Gardel».
Hay, sí, una simetría inquietante. La cédula de identidad de su madre, la planchadora del barrio, lleva el número 424635. Un rastreador de los infinitos que hurgaron en la vida de Carlitos –acaso el más tierno de sus apelativos–, descubrió que el doble 4 es la edad de su muerte, el 24, el día, el 6, el mes de junio, y el 35, el año fatal…
No hubo música que no lo cautivara. Cantó folklore, zarzuelas, canzonetas, foxtrots, rumbas… hasta El Gran Día: su encuentro con el tango. Eso, después de años de éxito a dúo con el uruguayo José Razzano. Debutaron en Montevideo a 50 pesos por noche. Una fortuna: hasta entonces, la paga en los fondines era una botella de coñac o de vermut. Se separaron: la voz de Razzano no era para el tango, y Gardel, además, lo tenía por muy mal administrador.
El milagro sucedió en 1917. Hace un siglo. Pascual Contursi escribió una historia, y Samuel Castriota le puso música. Contaba el drama de un hombre abandonado por una mujer. La titularon Lita, pero Gardel la fijó para siempre como Mi Noche Triste. Sí: «Percanta que me amuraste / en lo mejor de mi vida». Etcétera. Y siguieron, ese mismo año, Flor de Fango y Milonguita («Los hombres te han hecho mal / y hoy darías toda tu alma / por vestirte de percal»).
Los temas recurrentes y machistas, sacramentados por la época: el varón herido por la mujer tornadiza y casquivana, y la chica humilde, de conventillo, perdida por el cabaret, el champagne y los hombres de muchos billetes. Hoy, ¡anatema! Sin embargo, la voz del mago hace olvidar el juicio de la sociología.
Gardel sigue construyéndose. De aquella primera imagen de su debut con Razzano («gordo, redondo, de sobretodo marrón pesputeado y a la rodilla, sombrero gacho blando caído sobre un ojo, buyanda rayada blanca y negra»), llega al dandy de frac, smoking, chaleco blanco, galera, y al turfman impecable de traje british y prismáticos en los domingos «del hache nacional»: el hipódromo de Palermo. Y para ver a su gran amigo, el jockey uruguayo-argentino Irineo Leguisamo, montando a Lunático, su caballo, su berretín, y «llegando al disco triunfal», según el tango que le dedicó. El pingo, un alazán tostado, corrió entre 1925 y 1929, 36 carreras, ganó 10, Gardel lo pagó cinco mil pesos… y sus patas le reportaron premios por más de 70 mil. Tuvo siete caballos más, pero no fueron tangos ni historia.
Alguien, allá por los 70 o los 80, insinuó que Gardel era lo que hoy llamamos gay. Poco hubiera importado. Pero fue una revelación falsa, estúpida y gratuita, y como tal, desató un huracán de desmentidas. Los investigadores gardelianos más serios le atribuyen romances con Imperio Argentina, María Esther Gamas, la norteamericana Sadie Barón Wakefield (dueña de los cigarrillos Chesterfield), Gaby Morlay, Perlita Greco, Magalí de Herrera… Pero el testimonio más contundente es de la actriz Mona Maris, nacida en Buenos Aires, criada por su abuela en Francia desde los cuatro años, y dueña de una gran carrera: filmó con Humphrey Bogart, Rita Hayworth y Cary Grant: garantía indiscutible. Cuando surgió el rumor, dijo: «El sello Paramount me eligió para filmar con Carlos la película Cuesta Abajo. Trabajamos juntos cinco semanas. Era encantador, buen mozo, seductor, y había logrado madurez intelectual y refinamiento de costumbres sin perder espontaneidad. Creo que nuestra amistad pudo ser amor. Lo vi por última vez en agosto del 34, en una cena, y murió al año siguiente. Su muerte me paralizó. No pude hacer nada durante un mes. En cuanto al rumor, ¡era muy hombre! Lo conocí muy bien».
Pero en esa saga falta un nombre clave. Isabel del Valle. Su novia uruguaya. Tenía 14 años cuando Carlos la conoció. Vivía con su madre en una casona porteña: Sarmiento y Carlos Pellegrini. Lo invitó a comer el arroz a la valenciana, especialidad de su madre ¡y el romance duró doce años! Según Isabel, iban a casarse. Muchos años después, en un reportaje de la revista Siete Días, ella mostró dos cartas de él. En la primera decía: «Me falta algo, y ese algo sos vos, queridita Isabel. Pero no importa: pronto llegaré y será para no separarme más.». Pero según parece, la familia de ella hizo de Carlos, ya rico y célebre, su medio de vida.
En 1934 le escribió a su administrador, Armando Defino, cartas rotundas: «Se acabaron las subvenciones mensuales, y bajo ningún concepto debes darle un centavo más. En cuanto a la casa de la calle Directorio, la iremos pagando poco a poco sin que nos pese, para no perder lo que ya pagamos y para devolver gentilezas por sinvergüenzadas. Estoy dispuesto a no hacer más tonterías. La de Isabel y Cía. será la última».
¿Cómo nació la falsa leyenda de Gardel uruguayo e hijo de un coronel de apellido Escayola? Al parecer, Carlitos, de adolescente, perpetró un cuento del tío –una estafa–y quedó prontuariado. En la década del 20, para salir de gira, necesitó sacar pasaporte. Para eludir el rechazo por ese antecedente policial, fue al consulado uruguayo en Buenos Aires y declaró que había nacido en Tacuarembó en 1887, y que era hijo de Carlos y Berta Gardel. A partir de ahí, la confusión siguió hasta nuestros días. Para la otra orilla del Plata, Gardel es y será su hijo…
Poco importa para su gloria. Porque de aquella nada de cafetines y barrios bravos, sólo con su voz celestial, siguió construyendo un reinado eterno. Que no conoció fracaso alguno. Fue un fenómeno en la radio desde 1924 en adelante, y llegó a cantar en la NBC de Nueva York. Por si poco fuera, eximio bailarín de tango, como lo demostró en la pantalla con el look canyengue: pantalón bombilla a cuadritos, saco cortón con trencilla, botín enterizo con taco en punta, lengue al pescuezo y funyi a lo Massera, notoria sombrerería porteña.
Actor flojo en sus principios («No sabía qué hacer con las manos», recordó Mona Maris), en El Día que me Quieras cantó ante su mujer muerta (la actriz, cantante y bailarina Rosita Moreno), el tema Sus Ojos se Cerraron, y dijo muchos años después Vittorio Gassman, el colosal actor italiano: «Fue la actuación más desgarradora que vi en mi vida».
Produjo fortunas. En 1934 le escribe a un amigo: «Esta gente (se refiere al sello Paramount) quiere seguir haciendo películas conmigo hasta el año 2000. Mientras ganen dinero». Eso, más los discos –grabó más de 800 entre tangos, milongas y canciones criollas– lo convirtió en su propio empresario. Y de haber vivido, proyectaba fundar una productora de cine y de discos en Buenos Aires, con su nombre.
Que repicaba en medio mundo por sus giras incansables desde 1928 hasta el fin: París, la Costa Azul, Madrid, Barcelona, Roma, Londres, Viena, Berlín, Puerto Rico, México, Curaçao, Panamá, Cuba, Colombia… cantando en seis idiomas gracias a la fonética. Y hasta con un extraño trofeo logrado en una trifulca callejera en 1915: una bala en un pulmón que nunca pudieron sacarle.
Pero ahora la máquina del tiempo nos empuja a Medellín. Son las tres de la tarde del 24 de junio de 1935. La noche antes, por radio, se despidió de Colombia cantando Tomo y Obligo.
Sube al avión trimotor Ford matrícula F-31 de la empresa Servicio Aéreo Colombiano (SACO). Viaja con Alfredo Le Pera, su letrista eterno, y sus guitarristas: Guillermo Barbieri (abuelo de Carmen), José María Aguilar y Angel Domingo Riverol. La torre del aeropuerto Olaya Herrera da bandera verde. Destino: Cali. Carretea, pero de pronto su cola rebota en el piso de pasto, el avión se desvía, y se estrella con otro Ford de la empresa Sociedad Colombo Alemana de Transportes Aéreos (Scadta). Se incendian los dos. Mueren carbonizados casi todos los pasajeros. Entre ellos, Gardel, Le Pera, Barbieri, Riverol…
Y nace una leyenda negra. Se habla de un viejo duelo entre los pilotos Ernesto Samper Mendoza (Saco) y Hans Ulrich Thom (Scadta). Que en el avión de Gardel alguien disparó un balazo que desató el accidente. Etcétera.
La investigación no dejó dudas: fuerte viento, promontorios en la pista por arreglos recientes, y exceso de peso en el de Gardel: apenas 55 kilos menos que el máximo tolerado. Pero como dice un periodista en un film de John Ford, «entre la realidad y la leyenda, publiquemos la leyenda». El cigarrillo entre los dedos de bronce del Mudo (acaso el más ingenioso de sus apodos) se apaga, pero alguien renueva el rito. El fuego que lo mató es también el fuego que fundió el bronce para su estatua.
Un bronce que sonríe. Siempre. Como aquel chiquilín que cantaba, de pantalón corto, entre las rústicas y castigadas mesas de los cafetines. El mismo del tango Corrientes y Esmeralda. «En tu esquina rea cualquier cacatúa / sueña con la pinta de Carlos Gardel».
Fuente: Infobae. Infobae