¿Puedo intervenir como católico en un debate como el del aborto?
Empiezo con una anécdota: siendo obispo auxiliar de Mendoza participé en un acto en el centro de la ciudad organizado por jóvenes pro-vida. Había que hablar sobre el aborto. Intervine aclarando que lo hacía como católico y como obispo. A renglón seguido, una de las locutoras sintió la necesidad de aclarar que ese acto no era para nada religioso, que hablábamos sobre un tema de interés para todos.
Cuando los católicos intervenimos en los debates públicos ¿tenemos que tachar, disimular o poner entre paréntesis nuestra condición de creyentes? ¿Tiene espacio el punto de vista religioso en los debates de la sociedad secular?
El último artículo de mi autoría que publicó el diario Los Andes de Mendoza antes de venir a San Francisco, aborda, en parte, estas cuestiones. Lo ofrezco a continuación sin hacerle ninguna modificación. Creo que puede ser útil ahora que parece iniciarse un tiempo de intensos y acalorados debates sobre legislación de aborto en Argentina. Espero que sea útil.
El discurso religioso en el debate público
Las sociedades plurales enfrentan hoy desafíos éticos de magnitud. La pregunta por lo que es realmente bueno y justo se hace cada vez más acuciante, habida cuenta de la pluralidad de perspectivas y puntos de vista. Los interrogantes sobre aborto, eutanasia, matrimonio, derechos civiles, por mencionar solo algunos, están instalados en la agenda pública, volviéndose cada vez más agudos.
Es bueno que así ocurra. Es una señal de aquel saludable inconformismo que caracteriza a la razón humana, siempre inquieta por la realidad y la verdad de las cosas.
Por otra parte, nunca poseemos del todo y para siempre los grandes valores, verdades y principio éticos. Situaciones nuevas suscitan nuevas preguntas y nuevos desafíos. Un ejemplo reciente: los avances tecnológicos en la transmisión de la vida. No es lo mismo mejorar la producción de alimentos que donar la vida a un ser humano.
¿Qué pueden aportar las religiones a estos debates? ¿Sigue siendo satisfactorio el postulado del laicismo: la religión es algo privado, sin cabida en el debate público?
Si observamos algunas polémicas recientes (matrimonio y aborto no punible) vemos que ciudadanos con inspiración religiosa descienden a la discusión pública con profusión de argumentaciones y con diversas iniciativas, tanto para ganar la calle y la opinión pública, como para hacerse oír por los legisladores.
Los obispos católicos, por ejemplo, hemos hecho oír nuestra voz en estos temas a través de declaraciones, entrevistas, y otros medios. Los laicos, por su parte, toman iniciativas en distintos ámbitos para que el punto de vista católico sea tenido en cuenta. Y no solo los católicos: en los debates señalados, la presencia activa de grupos evangélicos ha sido también notable.
En los hechos, las religiones están firmemente presentes en el debate ciudadano. De todos modos, cabe preguntarse: ¿Lo hacen de un modo ajustado a las reglas de la democracia y al estilo de convivencia que es propio de las sociedades complejas y plurales?
En un reciente artículo publicado en un diario suizo y replicado por “L’Avvenire”, cotidiano de los obispos italianos, Jürgen Habermas ha abordado la cuestión. El título es sugestivo: “¿Cuánta religión puede soportar el estado liberal?”.
Este pensador no creyente señala con perspicacia que la secularización del estado es un proceso irreversible y una adquisición de la humanidad. Sin embargo, las religiones forman parte del entramado vital de las sociedades modernas. Para Habermas, bajo determinados presupuestos, los distintos grupos religiosos pueden ofrecer sus particulares puntos de vista sin renunciar a su carácter propio.
¿Cuáles son esos presupuestos? Habermas señala algunos, de los que destaco dos: en primer lugar, el discurso religioso debe poder ser traducido a un lenguaje racional que lo haga comprensible por el resto de los ciudadanos. En segundo lugar, las religiones deben demostrar que son capaces de conjurar el peligro de las distintas formas de integrismo o fundamentalismo que suelen albergar en su seno.
La propuesta es interesante y merece ser considerada, al menos desde el campo católico, pues tiene varios puntos de contacto tanto con la enseñanza oficial de la Iglesia como con la de algunos teólogos.
Podríamos repasar, por ejemplo, el pensamiento de Benedicto XVI. Una de sus mayores insistencias ha sido la necesidad que la fe tiene de la razón. El integrismo es precisamente una patología de la fe que no respeta la autonomía de la razón. Por el contrario, Ratzinger ha insistido en que el ordenamiento jurídico de la sociedad se ha de basar en una lectura racional de la naturaleza humana. De la misma manera, no ha dejado de señalar que la fe ofrece estímulos positivos a una razón abierta a toda la amplitud de la realidad.
Como las otras grandes tradiciones religiosas, el cristianismo ha logrado madurar una visión sapiencial del ser humano, su lugar en el cosmos y la vida virtuosa que constituye un patrimonio de humanismo, que no puede dejar de ofrecerse como aportación a la “razón ética” de los pueblos.
Aquí aparece también una de los presupuestos que Habermas señalaba: para lograr que esta visión del ser humano siga enriqueciendo el entramado de la vida social, las religiones tienen que hacer el esfuerzo de traducir sus grandes símbolos y conceptos en un lenguaje comprensible y apto para la comunicación. En la tradición cristiana este es un aspecto muy cultivado: una de las funciones de la teología cristiana es precisamente acercar el mensaje del Evangelio atendiendo a las circunstancias de cada tiempo y lugar.
Esto supone también, como ha señalado el teólogo católico Martin Rohnheimer, la exigencia de presentar la propia posición a través de argumentos coherentes, fundados y comunicables, ofrecidos lealmente a la discusión ciudadana. La religión no pretende imponer su visión de las cosas. Acepta ser una voz más en el concierto de voces, a veces un poco caótico, de la sociedad moderna. El esfuerzo principal es así argumentar y convencer. Lo cual es siempre más exigente que la mera imposición. Es, sobre todo, más conforme con la dignidad del hombre, imagen de Dios, racional y libre.
En este sentido, fue significativa la presencia del presidente de la Conferencia Episcopal Argentina en la audiencia pública del Congreso con ocasión de la reforma del Código Civil. Arancedo expuso el aporte de los obispos argentinos, elaborado deliberadamente con este criterio: presentar nuestra posición de una manera racional y argumentada. Lo hizo además en pie de igualdad con otros actores sociales.
En los hechos, el discurso religioso, incluso cuando cumple con los requisitos arriba señalados, suele entrar en colisión con otros discursos presentes en la sociedad. Esto angustia a muchos creyentes, incluso a personas que no militan dentro de la Iglesia. Surge así la invitación a modernizarse, a adaptarse a las exigencias de la evolución de la sociedad, a no perder el tren de la historia.
Obviamente, aquí hay mucho de verdad. El cristianismo es una religión de encarnación: Dios se hizo hombre, su Verbo entró en la historia. Este movimiento de identificación con lo humano es irrenunciable para la experiencia cristiana. Pero no es el único.
Uno de los desafíos más fuertes que hoy tenemos los creyentes es mantener sólidamente unidas dos actitudes fundamentales. Por un lado, la disposición permanente a construir puentes, a dialogar con todos, a estar presente con el buen vino del Evangelio en todos los lugares donde se juega el destino del ser humano. Es una exigencia que brota del corazón mismo de nuestra fe. Somos hijos de la Iglesia y de una sociedad cada vez más polifacética.
El cristianismo es también la religión de la pascua: la humanidad purificada, elevada y transformada. Este elemento también tiene que estar activamente presente en la experiencia cristiana. Una de sus formas es precisamente el inconformismo, la crítica, su no adaptación a lo políticamente correcto, al dictado de la opinión pública y de lo que se califica rápidamente de progreso.
Cuando formula verdades incómodas, llevándolas adecuadamente al debate público, está también cumpliendo un servicio al bien común de la sociedad. Está siendo memoria profética de algunas exigencias espirituales y morales que brotan de la misma condición humana. Si dejara de hacerlo, recibiría tal vez un aplauso tan efímero como engañoso. En todo caso, no sería fiel a sí mismo.
Y de eso tiene necesidad nuestra sociedad: de personas fieles a su conciencia, capaces de mirarse de frente, de superar la barrera de los prejuicios, caricaturas y estereotipos y así confrontarse lealmente en la búsqueda nunca acabada del bien común.
Fuente: EVANGELIUM GRATIAE