Patria, nación o republiqueta
Los argentinos tenemos, aparentemente, una patria. Es lo que, desde chicos, nos enseñan a gritar a viva voz en los actos escolares, entre escarapelas y pastelitos: “¡Viva la patria!”. Decimos la palabra antes aun de entender lo que quiere decir. La patria es una tradición. Es un territorio en el que nos tocó nacer y también, en general, donde nacieron nuestros padres -de ahí su nombre. Es algo que recibimos como herencia, un conjunto de historias y símbolos (que precisamente llamamos “patrios”).
A los argentinos, sin embargo, nos falta -no sé si siempre nos faltó- una nación. Esto es algo muy diferente de la patria. Si la patria es algo que tenemos, la nación es algo que somos. La patria es un lugar que compartimos con otras personas, pero la nación es una identidad: una idea colectiva de lo que somos y también (especialmente) de lo que queremos ser. Sin ella, no tenemos futuro posible como comunidad.
La realidad política actual apunta a este mismo hecho. Los cambios llegan distorsionados. En el “equipo” macrista, parece que no debería haber grandes estrellas, pero sí hay un par que brillan más que los demás. En lugar de apuntar a la construcción conjunta y a la diversidad de miradas, el presidente parece haber comprado la “intelectual” del presidenciable Marcos Peña y las bravuconadas de Jaime Durán Barba.
Estos dos personajes tienen algo en común: proponen un gobierno del ahora, del rédito político y el consenso, sin pensar a futuro o en la construcción de una nación.
Es lo que ocurre por ejemplo en el caso de la grieta: se trata de un concepto muy rentable en el orden político y en la próxima campaña presidencial (que seguramente comience ya mismo, en marzo o abril), pero es destructivo para una sociedad que intenta crear una institucionalidad perdurable en el tiempo.
La oposición, que debería señalar los errores, en cambio busca la manera de beneficiarse de ellos. Nadie explica en forma responsable por qué el nivel de enduedamiento y gasto público es insano, o cómo trabajar para favorecer la industria nacional, sin la cual no hay futuro ni nación posible.
Mantenemos una tendencia a concentrarnos en lo simbólico y olvidarnos de los cambios reales. Como reflejo de nuestra falta de espíritu nacional, Argentina es, en Latinoamérica, uno de los países que más transnacionalizó su industria. Los recursos naturales más importantes están en manos de gigantes multinacionales -Monsanto, Chevron, Barrick Gold- que no se caracterizan por su respeto al medio ambiente o a la gente que vive en el país. Si a nosotros mismos no nos preocupa, ¿por qué iban a preocuparse ellos?.
Esta dependencia de la industria extranjera muestra nuestra propia falta de inventiva y productividad. La panacea parecen ser “las inversiones”, que nunca llegan o que llegan y se vuelcan al sector financiero, pero no al productivo. Hace unos años hablábamos de petróleo. Hoy parece que nuestra salvación es el litio, vaca muerta, la carne o la minería.
Mañana será alguna otra cosa. Pero nada va a cambiar de esta manera, porque la realidad es que lo que vuelve ricos a los países no es la cantidad de recursos naturales, sino la capacidad de explotarlos.
El emprendedorismo argentino, sin embargo, parece ser de bajo vuelo. En parte se debe a que el estado tuvo tradicionalmente demasiado peso en la economía, también a las trabas para crear un proyecto desde cero y a la dificultad de vendernos en el exterior. Porque, cuando viajamos fuera del país, los argentinos pensamos como individuos y no como representantes de un grupo: así nos ganamos la fama de ser engreídos, prepotentes y de querer siempre sacar alguna ventaja de los demás.
¿Cómo podemos encarar verdaderamente proyectos colectivos si nosotros mismos no nos atrevemos a tomar las riendas del país? ¿Cómo lograr una mejor distribución de la riqueza, o una mejor educación, o una vida más plena, si parece que estamos viviendo en un país prestado? A menos que nos decidamos a pensar como nación, sólo nos va a quedar a una patria devastada.