“¿Acaso alguno de ustedes vio alguna vez un dólar?”
Desde hace décadas, los argentinos vivimos una especie de affaire monetario. Aunque, a diferencia de la mayoría de los affaires, no es ningún secreto. Tenemos nuestra moneda oficial, que es el peso, y antes fue el austral, el peso argentino y el peso moneda nacional, pero nuestro verdadero amor es la divisa estadounidense. Ahorramos en dólares, compramos y vendemos propiedades en dólares y hasta pensamos en dólares, como dicen que tienen que hacer los estudiantes de idiomas. Verde que te quiero verde…
Esta obsesión tiene causas objetivas y subjetivas que, como suele pasar, están íntimamente ligadas. El primer dato que hay que tener en cuenta es que la moneda nacional siempre se depreció frente a la norteamericana. Duele decirlo, pero un análisis muy sencillo nos muestra que nunca nadie conservó el valor de sus ahorros teniéndolos en pesos.
Después están los factores emocionales y psicológicos. El dólar es la imagen del poderío económico y de la prosperidad. Nos transmite seguridad. Frente al panorama económico argentino, siempre cambiante, el dólar nos ofrece el único punto fijo de referencia. Para colmo, nuestra propia moneda tiene un nombre que no le hace ningún favor. El peso es como una carga, algo que hay que sacarse de encima.
Pero lo más importante de todo es el círculo vicioso que se establece de esta forma: si desconfiamos del peso, compramos dólares; si compramos dólares, el peso se devalúa; si el peso se devalúa, desconfiamos… y así sucesivamente.
Esto no es una fatalidad inevitable. La mayoría de los países sobreviven con sus propias monedas, sin obsesionarse con las ajenas (de hecho, en el resto de América Latina, los dólares sobran). Tampoco los argentinos tuvimos siempre esta fijación. A principios del siglo XX, la moneda de referencia era la libra esterlina inglesa. En su primera presidencia, Perón preguntaba “¿Acaso alguno de ustedes vio alguna vez un dólar?”. Desde entonces, fueron los constantes cimbronazos económicos los que hicieron a los argentinos buscar refugio en los billetes verdes. Hasta llegar a la historia reciente, que todos conocemos.
Aunque no le podamos echar toda la culpa a la política, su responsabilidad no es menor. El precio del dólar podría tomarse no sólo como un indicador económico, sino como medida de la confianza de la gente en una gestión de gobierno. Durante el kirchnerismo, las presiones se materializaron en el cepo cambiario. La gestión de Cambiemos comenzó con altas expectativas y un dólar estable, pero ahora, a dos años y medio, parece que los dos se tambalean.
El gobierno, por supuesto, nota la preocupación de la sociedad y trata de llevarle tranquilidad. Los emisarios del gobierno -particularmente, Marcos Peña, Nicolás Dujovne, Luis Caputo, y sus representantes- aparecen en programas televisivos para decirle al señor común y a la señora común que no tienen nada de qué preocuparse.
El problema es que el argentino medio no nació ayer; ya vivió estos cimbronazos, ya escuchó “el que apuesta al dólar pierde”, “se devolverá un dólar por cada peso”, y tantas otras. El argentino medio ya vio esta misma historia decenas de veces, y sabe que cuando el gobierno dice que no hay nada de qué preocuparse, seguro hay mucho de qué preocuparse. Que cuando dicen que el dólar no va a subir, seguramente va a subir.
Es el error comunicativo clásico de este gobierno. Hablarle a los argentinos como si todos hubieran estado fuera del país los últimos cuarenta años. O como si acabaran de refundar el país y este fuera el primer gobierno de la historia. Lo que no advierten es que las señales de tranquilidad provocan el efecto exactamente contrario al que desean.
Si la política es errática, si los gobernantes se muestran inseguros y a fin de cuentas poco confiables, nadie va querer desprenderse del dólar, que parece el único tronco para agarrarse en medio del naufragio.