Carlo Prelazzi: “Vivimos un año y medio en un campo de refugiados con temperaturas de 22° bajo cero”
En su memoria todavía resuenan los recuerdos de su infancia donde la mayor parte de su tiempo la dedicaba a ayudar a su padre en el cuidado de animales en el campo, lugar donde había poco tiempo para el ocio, salvo cuando se realizaban las fiestas patronales, donde al son de música de las bandas llegaba un poco de alegría a una comunidad de fuerte mentalidad trabajadora.
El fin de la segunda guerra mundial fue generando cambios que marcarían para siempre la vida de Carlo y su familia. Marino, el hermano mayor, tuvo que esconderse en una bordaleza para escapar de la milicia yugoslava (partizanos). Este comando militar obligaba a los chicos de 14 y 15 años a pelear en el frente. Meses más tarde ese mismo hermano y su padre fueron atrapados y obligados por el ejército nazi, durante dos meses, a realizar diversos trabajos pesados como construir sus bunkers, cargar las armas o trasladar sus pertenencias en un tramo de su retirada hacia Alemania.
Huir para vivir
En la restructuración del nuevo mapa geográfico y político mundial post guerra, su familia se vio muy perjudicada. Los territorios donde vivían fueron perdidos por Italia y pasaron a manos del gobierno comunista Yugoslavo comandados por el mariscal Josip Broz alias “Tito”.
En un relato marcado por la crudeza y la emoción, Carlo sostiene: “Bajo el mandato del mariscal, mi familia, que nunca tuvo ninguna afinidad o idealismo político, sufrió persecuciones por el solo hecho de no afiliarse al comunismo. Varios chicos de la edad de mi hermano mayor fueron desaparecidos en el nuevo régimen porque no fueron a luchar durante la guerra.” “Ante esta situación, mi hermano decidió escapar y cruzar la frontera a caballo, de noche por una parte poco custodiada para ir a la ciudad de Trieste. La misma suerte le tocó a mi abuelo, el cual era el mayor representante del pueblo, una especie de jefe comunal, quien fue alertado por un amigo que estaba en la lista negra del nuevo gobierno.”
Perderlo todo
La administración yugoslava produjo grandes cambios, fundamentalmente en lo social, económico e institucional “por ejemplo –continúa contando Prelazzi- dos habitaciones de la vivienda de mi familia fueron expropiadas y convertidas en aulas de escuela y además debíamos dar hospedaje a los maestros, es decir, nosotros íbamos a la escuela en nuestra propia casa. El salón de la vivienda era utilizado cada vez que el partido necesitaba dar una conferencia o venia algún alto dirigente desde la capital.”
“En términos económicos fue un desastre. Al cerrarse las fronteras con Italia, toda la producción de vino y aceite de las cosechas de los campos debían ser vendidas al gobierno local a precios irrisorios. En una oportunidad –recuerda- un dirigente del partido fue a comprar vino para llevarle al propio mariscal.”
Campo de refugiados
A diez años de finalizada la guerra, mediante gestiones internacionales, se dio la posibilidad de votar a los residentes por si querían volver a pertenecer al estado italiano. Las elecciones fueron un fiasco, hubo fraude y la milicia a punta de fusil llevaban a la fuerza a votar a los disidentes. Después de estos resultados, se firmó un memorándum entre Italia y Yugoslavia para que se diera la posibilidad de irse a todos los ciudadanos de origen italiano que quisieran hacerlo.
Los términos eran que Yugoslavia se tenía que hacer cargo de pagar todos los bienes que quedaban en el territorio. “Mi familia –comenta Carlo- se anotó en ese tratado pero todo resulto un engaño, los territorios (más de 50 hectáreas) les fueron expropiados y nunca remunerados, llegando incluso a expulsarnos antes de lo acordado así se podían quedar con la cosecha y poder vendimiar ellos.»
«Con este panorama y con casi nada de dinero el gobierno italiano nos ubicó en un campo de refugiados en la localidad triestina de Padriciano, donde junto con mis mi papás y mi hermano “Pino” vivimos un año y medio en una especie de barraca de 8mts cuadrados, donde un integrante de cada grupo familiar tenía que hacer largas colas para obtener las raciones de alimentos, que debían fraccionar para que dure todo el día, soportando situaciones de frío extremo llegando a 22 grados bajo cero en invierno.”
Las duras condiciones de lo vivido no impiden que los recuerdos y anécdotas afloren durante la entrevista. “Si bien contábamos con atención médica, ésta era muy precaria y desbordada por la cantidad de pacientes, lo cual imposibilitó que un día me pudiera atender por un fuerte dolor de muela.” En un tono nostálgico Carlo recuerda: “Todavía tengo en mente cuando en una donación de ropa que hicieron para los refugiados encontré un zapato de pie derecho muy lindo, el izquierdo nunca apareció. Desilusionado, nunca más fui a buscar nada. Era muy triste vivir tanta miseria, teniendo a 30 km. nuestros bienes que nunca más íbamos a poder utilizar.”
Aún ante esta situación, Carlo no se desalentó. “En el mismo campo montaron una escuela técnica y gracias a ser uno de los mejores estudiantes me dieron la posibilidad de trabajar en un astillero en el puerto de Trieste, para lo cual me levantaba todos los días a las 5 de la mañana y tomaba 2 servicios de transporte público para ir a trabajar.”
El sueño americano
En 1957 el gobierno italiano les dio la posibilidad de pagar, a 30 años, unas tierras ubicadas a 200 km. de donde estaban o les financiaban un viaje a países emergentes como Canadá, Australia, África o América del Sur.
Seducidos por las historias del sueño americano y aprovechando que un tío ya había emigrado a San Francisco muchos años antes, decidieron junto con sus padres y dos de sus hermanos emprender el viaje hacia Argentina, esperanzados en conseguir un mejor futuro. Marino, el otro hijo de la familia ya se había establecido con su mujer en Trieste, quedándose a vivir allí.
La tierra prometida
La experiencia argentina fue muy diferente a la que habían soñado. Al llegar sufrieron muchas privaciones, llegando incluso a estar más de un año sin electricidad, comiendo pasta con un poco de aceite y trabajando muy duro, los hermanos varones, en diferentes fábricas metalmecánicas de la ciudad y el padre de familia como empleado en una empresa de la construcción.
“Con mucho esfuerzo –rememora- pudimos entre todos comprar una casa y con un poquito de ayuda del gobierno italiano, que nos dio algo de dinero a modo de disculpas por todo lo que tuvimos que atravesar, formamos nuestro propio emprendimiento, realizando trabajos de matricería o fabricando pedales para bicicletas en los 80.”
Mirar hacia adelante
Carlo Prelazzi recién pudo, en 1993, volver de visita junto a su esposa e hijos a Italia y así reencontrarse con su hermano que no veía desde 1967. Luego, esta parte de la familia que la guerra había separado pudo viajar a nuestro país para conocer San Francisco y la tierra de le dio cobijo a sus padres y hermanos.
Este abnegado trabajador de raíces europeas pero de sentimiento argentino, hoy se siente un sanfrancisqueño más. Si bien siempre recuerda con nostalgia su tierra y sus vivencias en el viejo continente, es aquí donde desarrolló gran parte de su vida, se afincó, se enamoró y pudo formar una gran familia. Hoy dedica su tiempo a seguir trabajando y a disfrutar de sus seres queridos y en especial de su nieta Camila (2 años). Este lugar misterioso, al sur del continente americano, en el centro de la pampa gringa, a 15 largos días de barco, donde pusieron todas sus esperanzas, al final, se transformó en su lugar en el mundo.
Redacción y Producción: Franco Prelazzi: Estudiante de la Lic. en Comunicación Social e hijo del entrevistado.
Ciclo de notas: Il Capitano.
Foto 2: En la casa donde nació
Foto 3 y 4: Junto a su familia en el barco que los trajo a América
Foto 5: Reencuentro con su hermano luego de casi 30 años
Foto 6: Su familia en la actualidad