Avatares de la «comunicación médica»
Muchas veces pienso que debemos estar agradecidos de vivir en esta época, entre muchas otras cosas, por los avances médicos que tenemos a nuestra disposición. En la Edad Media, la esperanza de vida promedio en un país occidental era de 31 años.
En la Revolución Industrial, llegó a ser de 45 años, y sólo a mediados del siglo XX dio un salto cualitativo para llegar a las cifras que tenemos hoy (71 años en promedio en el mundo, y mucho más en los países industrializados).
Enfermedades que antes eran terribles ahora resultan prácticamente inofensivas, como el sarampión, o fueron erradicadas, como la viruela. Existen máquinas increíbles que nos permiten ver el interior del cuerpo humano, procedimientos quirúrgicos altamente sofisticados y múltiples de tratamientos para cada paciente y enfermedad.
Entonces, si las cosas están mejor que nunca, ¿por qué a veces parece justamente lo contrario? Es una paradoja, pero no es nada nuevo. Muchas veces ocurre que la ciencia y la tecnología avanzan dejando atrás a las personas.
El paciente que entra a un hospital va pasando de sala en sala y de máquina en máquina como en una cadena de montaje.
El lugar del médico se limita a pedirle estudios, mirar esos estudios y hacer una receta: tareas que, dentro de poco, también podrá hacer alguna máquina. Las personas mayores se suelen quejar de que el médico ya no las revisa ni les hace preguntas.
Se pierde el contacto humano directo, que no es sólo una amabilidad (lo que ya sería suficiente), si no un paso fundamental en el diagnóstico y la curación. De hecho, es lo que mucha gente va a buscar a las medicinas no tradicionales.
Pensemos otra cosa. Un chico o una chica de 18 años, que recién sale del secundario, entra a la facultad y sale después de seis años con un guardapolvo que lo convierte en una especie de dios del Olimpo.
Antes de que le den el diploma, pronuncia el juramento hipocrático que dice cosas como “si cumplo este juramento y no lo quebranto, que los frutos de la vida y el arte sean míos, que sea siempre honrado por todos los hombres y que lo contrario me ocurra si lo quebranto y soy perjuro”.
La pregunta es cómo una persona puesta en esta situación, a la que acaban de darle poder sobre la vida y la muerte, no va a volverse soberbia.
Es entendible que, en el contacto cotidiano con la enfermedad y la muerte, el médico deba insensibilizarse un poco, porque de lo contrario no podría sobrellevarlo, ni tomar las decisiones en frío que son necesarias para llevar a cabo su trabajo. Pero es un problema cuando esta distancia emocional lo lleva a tratar con los pacientes como si fueran números y no seres humanos.
Además de esta barrera afectiva, muchas veces es difícil para el paciente entender lo que el médico dice. Y ni que hablar de lo que escribe. Es algo común en muchas áreas. El neurocientífico Steven Pinker lo denomina “la maldición del conocimiento”: cuando sabemos algo, nos olvidamos de que los demás no lo saben.
En el caso del médico, que habla de temas tan cruciales, debería ser más importante saltar este obstáculo y hablar en un lenguaje llano para acortar esa distancia con el paciente.
La comunicación es importante en todas las áreas, desde los negocios hasta la política, y la medicina no es la excepción. Quizás haría falta incorporar una materia de “comunicación médica” en la Facultad. También las instituciones deberían ilustrarse al respecto.
El caso que ayer se llevó a una diputada porteña, por ejemplo, despertó inmediatas sospechas de mala praxis. El sanatorio se limitó a difundir un parte sumamente escueto y frío, que es como mínimo un caso de mala praxis comunicacional.
Claro que, además, el contexto en el que trabajan los profesionales de la salud es muy complicado. Tironeado por los pacientes y las prepagas, por el Estado o por las empresas, por diversas cuestiones económicas, legales y éticas, y, además, muy mal pago, es difícil que el médico se sienta algo más que un engranaje del sistema. Paradójicamente, esclavo al mismo tiempo que dios del Olimpo.
A veces se les exige demasiado, y a veces demasiado poco. ¿Y si empezamos por recordar que no hay dioses del Olimpo y que todos, médicos y pacientes, son solamente personas? Quizás así empezaremos a disfrutar todos por igual de “los frutos de la vida y el arte”.