Católicos argentinos y democracia
De este ethos se desprenden en un desarrollo armónico otros principios fundamentales: el estado de derecho con el imperio de la ley, especialmente de la constitución, y no la arbitrariedad de quien detenta ocasionalmente el poder; las elecciones periódicas libres que expresan la soberanía del pueblo, la división de poderes, especialmente el respeto por la justicia y su independencia.
En el corazón de la cultura democrática está el diálogo ciudadano que se asienta en el respeto de la subjetividad de cada uno reconocido como un semejante (en cristiano: un hermano o hermana), y hace culto del debate de ideas, especialmente vigoroso cuando hay disenso y divergencias. El diálogo busca los consensos posibles basados en la búsqueda de la verdad y del bien, aquí y ahora. Es una pretensión fuerte, pero es la única que llega a hacer realmente justicia del significado profundo de la convivencia ciudadana en el seno de un pueblo y de una nación. De ahí el lugar irreemplazable del Parlamento, tanto a nivel nacional como provincial y municipal. Pocas cosas como el desarrollo de leyes justas supone el arte de dialogar, acordar y preparar el futuro.
“Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana”, escribía San Juan Pablo II en el nº 46b de su gran encíclica de 1991: Centessimus annus. Esta afirmación expresa apretadamente el punto de vista católico sobre la democracia y es el punto de partida de la aportación específica que los católicos damos a la vida y cultura democrática de nuestro país.
Por eso, en cada debate público, no solo vamos a participar haciendo uso de todos los medios legítimos que la ley pone a disposición de los ciudadanos, sino que vamos a hacerlo a conciencia, aportando a la discusión nuestros específicos puntos de vista: no hay justicia ni libertad sin verdad y no se puede edificar la justicia sin respetar la libertad y la conciencia de las personas.
El humanismo cristiano de la tradición católica, como también otras grandes tradiciones culturales y espirituales presentes en Argentina, es una de las fuerzas que, desde dentro, viene fecundando la vida de nuestra Nación. Nos sentimos responsables de hacer que siga dando frutos de humanización para nuestra sociedad, ante los desafíos nuevos que hoy vive nuestra Argentina.
En el corazón de la propuesta de vida del humanismo cristiano está Cristo, el Verbo encarnado, y su Evangelio iluminando la verdad de la persona humana en todas sus dimensiones, en su camino terrenal y en su destino eterno.
Estamos convencidos que es una propuesta de vida buena, noble y bella que no solo ilumina la vida de las personas y las familias, sino que proyecta su luz sobre todo el entramado de relaciones que constituyen la vida social de nuestro pueblo.
Esa luz es también una poderosa fuerza para contener las amenazas que siempre penden sobre la vida humana: el egoísmo y la injusticia, la mentira y la corrupción, la desesperanza y el miedo, el resentimiento y toda forma de violencia. Por eso, toda causa justa nos encontrará dispuestos a sumarnos a la lucha nunca acabada por la justicia, especialmente del lado de los más vulnerables.
Nos sentimos responsables de que esa luz siga brillando e iluminando nuestra vida como pueblo. El Evangelio, vivido y predicado, es un bálsamo, un remedio y una fuerza poderosísima para curar toda enfermedad, superar toda grieta y perseverar en la edificación del bien común.
Hoy por hoy -lo vemos en otras partes, pero también entre nosotros- la democracia vive una profunda crisis. Es lógico que así ocurra: supone una sociedad compuesta de ciudadanos libres que, cada día, estamos desafiados a optar por el bien, la justicia y la verdad. Y lo hacemos en medio de circunstancias concretas, las más de las veces oscuras e inciertas. No hay sociedades perfectas. Tampoco programas y dirigentes perfectos. Cada uno de nosotros aprende a partir de sus propios errores. Mucho más en una sociedad que se hace cada día más compleja y plural.
Una de las razones de esta crisis, como muchos señalan, es el divorcio entre las élites y la vida cotidiana de los ciudadanos, especialmente cuando no termina de concretarse una real mejora de las condiciones de vida y crece exponencialmente la desigualdad. Como acaba de señalar el Papa Francisco: “El mundo es rico y, sin embargo, los pobres aumentan a nuestro alrededor”.
La tentación de tomar atajos, de confiar en propuestas simples y en líderes iluminados es demasiado fuerte. La incertidumbre instala el miedo en el corazón y este puede llegar a desatar los mecanismos de la violencia y la exclusión. Conocemos bien las sugestiones del autoritarismo que promete lo que en definitiva termina quitando: vida, libertad y dignidad.
Aunque minoritarios, algunos sectores cristianos hoy parecen fuertemente tentados de esta fuga hacia el fundamentalismo y el integrismo. La tentación de líderes providenciales que prometen instaurar el “orden cristiano” forma parte de esta tentación. Ocurrió en el pasado, parece estar pasando también hoy, al menos en otras latitudes, algunas no tan alejadas de nosotros. Estemos atentos.
Necesitamos darle nuevo vigor a nuestra pasión por el bien común, a las instituciones y organizaciones que dan cauce a nuestra vida social y, también, a la política como servicio eximio al bien integral de todos los ciudadanos. Tenemos el desafío de vencer, en cada uno, el temor que nos lleva al encierro egoísta del “sálvese quien pueda” y reavivar el fuego del amor de Cristo en nuestros corazones. Si no lo hacemos, los pobres y vulnerables van a seguir perdiendo y, llegará un momento, en que todos habremos perdido humanidad. La historia trágica del mundo y nuestra propia experiencia argentina nos advierte de ello.
Ojalá todos tomemos nota. Es, sin embargo, una responsabilidad particularmente exigente de los que tenemos algún rol dirigente en la sociedad, de manera particular quienes conforman las élites políticas. Tengo la fuerte impresión de que la mecha es cada vez más corta.
¿No es hora de sentarnos a la mesa con amplitud de miras, grandeza de alma y disposición real para escucharnos todos y madurar consensos de fondo para mirar el futuro? ¿No están resultando demasiado pequeñas nuestras metas? ¿Qué Argentina pretendemos dejar a las nuevas generaciones que están creciendo y que vendrán detrás de nosotros?
Vuelvo al principio: muchos católicos (tal vez, la mayoría), no solo nos sentimos cómodos con este ethos de la cultura democrática, sino que consideramos que una sociedad abierta, libre y plural es el ambiente propicio para que una propuesta de vida como la del Evangelio lleve luz y felicidad a los corazones de las personas. Nos sentimos en nuestra propia casa, como peces en el agua.
Sentirnos cómodos con el núcleo ético de la democracia no quiere decir que estemos conformes con sus concreciones históricas. Al contrario, como muchos otros conciudadanos argentinos, somos conscientes no solo de sus límites, sino que la causa de ellos está en la corrupción que anida en el corazón y en las estructuras de pecado de nuestra vida social y política. Este inconformismo, iluminado por la enseñanza social de la Iglesia y alimentado por la pasión por el bien de todos, especialmente de los más pobres, es capaz de generar un compromiso más fuerte con la lucha por la justicia.
Hemos aprendido dolorosamente que el Evangelio, especialmente la enseñanza social que se desprende de él, no se puede imponer coactivamente por medios políticos, pero tampoco puede dar lugar a la indiferencia y a otras formas de quitarle el hombro al desafío del bien común.
La semilla del Evangelio tiene fuerza propia, crece en la tierra siempre buena de la libertad.
Y, si de muestra bien vale un botón, aquí propongo uno de los más bellos ejemplos: José Gabriel del Rosario Brochero, argentino cordobés, cristiano cabal, sacerdote hasta los huesos y ciudadano motor de otros en la construcción de proyectos de futuro, pensados y llevados a cabo con grandeza de alma y amplitud de miras. Es un ejemplo salido de la Argentina profunda. Es uno, pero no el único. Gracias a Dios.
Él es encarnación viva del humanismo cristiano.
Fuente: Evangelium Gratiae