El Papa que no quisieron ver
OPINIÓN – Por Eduardo Reina – Especial para DSF
Nadie es perfecto. Nadie va a pensar exactamente como vos. Pero está claro que, por detalles y prejuicios de 50 millones de incrédulos, se perdieron de ver a un líder reconocido a nivel mundial. Lo juzgaron por ideologías, por ignorancia, por mezquindad. Mientras tanto, el mundo lo escuchaba. Los poderosos del planeta lo recibían con respeto. Los pueblos lo abrazaban con afecto. Y acá, en su tierra, lo medían con la vara mezquina del resentimiento argentino.
Se la pasaron años despreciándolo. Lo llamaron comunista, populista, funcional a dictaduras, aliado del mal. Dijeron que era “el representante del maligno en la Tierra”, que “tenía afinidad con dictaduras sangrientas”, que “estaba del lado de los comunistas asesinos”. Lo acusaron de ser ideologizado, de hacer política, de hablar demasiado. Les molestó que se sacara una foto con Hebe, con Cristina, con Macri, con cualquiera que lo fuera a ver. Intentaron convencerlo para que les llevara agua a su molino. También les molestó que no haya venido a la Argentina. En el fondo, les dolió que no se dejara usar.
Un día era “kuka”, al otro “macrista”, después “antiaborto”, “zurdo”, “conservador”. Lo criticaron por no decir lo que querían escuchar, por meterse en debates que incomodaban a los conservadores de la Iglesia, por pedir “que hagamos lío”, por hablar de cuidar el planeta, por denunciar que “esta economía mata”. Se perdieron en chiquitajes. Se perdieron de disfrutar, en vida, al argentino más representativo de nuestras tradiciones: tomaba mate, amaba el fútbol, era cercano, provocador, incómodo y sabio. Un líder que hablaba claro, aunque no siempre dijera lo que uno quería oír.
Nadie es perfecto. Nadie va a pensar exactamente como vos. Pero está claro que, por detalles y prejuicios de 50 millones de incrédulos, se perdieron de ver a un líder reconocido a nivel mundial. Lo juzgaron por ideologías, por ignorancia, por mezquindad. Mientras tanto, el mundo lo escuchaba. Los poderosos del planeta lo recibían con respeto. Los pueblos lo abrazaban con afecto. Y acá, en su tierra, lo medían con la vara mezquina del resentimiento argentino.
Porque si hay algo que sabemos hacer muy bien los argentinos, es arruinar a quienes nos representaron con talento y dignidad. Messi, Vilas, Ginóbili, Favaloro… y sí, también Francisco. Cuando el mundo ya lo consagraba como una figura espiritual, política y moral, acá se lo bastardeaba por pavadas. Por ideología. Por ceguera. Por la frustración permanente de muchos argentinos mediocres y de opiniones livianas.
Francisco fue peronista, radical, liberal, comunista. Fue todo eso y no fue ninguno. Fue argentino y fue universal. Su única camiseta fue la de los humildes. Su bandera fue la del encuentro. No fue con motosierra: fue con palabra. Con respeto. Con convicción. «El verdadero poder es el servicio», dijo. Y vivió en consecuencia.
No se refugió en los lujos del Vaticano. Lo vimos tomar el subte, viajar con su valijita, llamar por teléfono a personas comunes. Pidió: “Rueguen por mí, no me dejen solo”. Y muchos eligieron dejarlo solo. Por prejuicio. Por ignorancia. Por pequeñez.
Hoy el Papa Francisco es historia viva. Su huella es profunda. Su palabra resonó en África, Asia, Europa y América Latina. Ningún otro argentino logró lo que él. Y ustedes, los que lo miraron con desdén, tendrán que reconocer –aunque sea en silencio– que se equivocaron. Porque mientras ustedes medían fidelidades, él hablaba de justicia. Mientras ustedes buscaban grietas, él tendía puentes. Mientras ustedes juzgaban, él perdonaba.
«La esperanza es audaz, sabe mirar más allá de la comodidad personal», dijo. Pero ustedes eligieron el rincón cómodo del prejuicio. Y el tiempo, como siempre, puso las cosas en su lugar.
Francisco hoy es inmortal. Y se compadece –con la humildad de los grandes– de las lágrimas de aquellos que lo combatieron y lo criticaron hasta el último día y hoy muchos correrán a despedirlo a Roma.