Los ratones y el círculo vicioso de la impaciencia argentina
Dice un cuento sufi (método de enseñanza por historias, muy difundido por claridad y sencillez) que dos ratones se cayeron una noche en un balde de leche. El primero, desesperado por salir, pataleó tanto que enseguida se cansó y se ahogó.
El segundo, con más calma, nadó en círculos toda la noche, hasta que la leche se convirtió en manteca y pudo pararse encima de ella y salir. La paciencia es, muchas veces, más importante que las buenas intenciones. Y es una cualidad que entre los argentinos escasea.
El otro día, todos los medios del mundo se hicieron eco de una actitud del más famoso de nosotros. El Papa Francisco, enojado porque una seguidora no quería soltarle la mano, tironeo de su brazo le golpeó la mano repetidamente, viéndose en las viralizaciones de los videos muy molesto y desenfocado.
Hasta el hombre más santo del mundo puede perder la paciencia. Aunque los argentinos, en general, tenemos más razones para ser impacientes. Mantener la calma es casi imposible en un país que continuamente está en crisis y siempre parece estar encaminándose al desastre.
El problema es que la búsqueda de soluciones inmediatas puede hacernos terminar como el ratón ahogado del cuento. En sus primeros veinte días de gobierno, Alberto Fernández y su equipo hicieron también gala de su propia impaciencia. Están convencidos de que vienen a arreglar el país de abajo hacia arriba y en ese mismo afán se toman decisiones a veces que parecen apresuradas y a veces también se cometen errores.
Son los signos de un gobierno apresurado: se declara un aumento del combustible que debe desdecirse en no menos de 24 horas, generando una interna en YPF entre el presidente y su directorio. Se propone un incremento en los salarios sin haberlo consensuado con los sindicatos y obliga a negociaciones intensas y contrarreloj entre el ministro Claudio Moroni y el líder Hugo Moyano.
Esta ansiedad tarde o temprano lleva a la necesidad de retractarse y eso a la larga impacta en la credibilidad. La historia se repite. Las marchas y contramarchas recuerdan al peor vicio del primer macrismo. En el caso de Alberto, se suma la urgencia por construir una legitimidad propia.
La contundencia de los votos obtenidos no alcanza para establecerlo como líder. Necesita gestos rápidos y fuertes, y ese mismo apuro puede llevarlo a tropezar. El riesgo es que, a medida que estos tropiezos se sigan extendiendo en el tiempo, también se pierda el capital político que dejó la elección de octubre.
Y esto concluye en la consecuencia obvia: también los pueblos pierden la paciencia, y con más rapidez a medida que se agravan los problemas del país. Es lo que terminó ocurriendo con Macri, pese a su confianza en que lograría encauzar las voluntades populares.
Este es el círculo vicioso de la impaciencia argentina. La ciudadanía reclama soluciones inmediatas, y el gobierno, en su afán por dárselas, termina cometiendo tantos errores que se busca a un nuevo solucionador. Es comprensible, porque si hasta el Papa pierde la paciencia, ¿cómo no iban a perderla los argentinos? El problema quizás, es que cuando le toca al pueblo, entonces la impaciencia se convierte en un problema.
Nota publicada también en: Perfil.com