Se cumplen 49 años del recital más recordado de los Beatles
George Harrison ingresó al estudio de Twickenham una fría y lluviosa mañana londinense de enero. Bajo su enorme bufanda azul, esconde la sombra de un futuro bigote y las terminaciones de una larga cabellera oscura. Al entrar por la puerta, el lugar que divisa no es el más cómodo ni mucho menos el mejor. Su pobre acústica, pensada más para filmar escenas de interiores que para grabar a la banda más grande del mundo, se combina con el poco calor que emanan sus paredes. Un calor ausente también en sus compañeros de grupo, que incluso a veces parecen ignorar su mera existencia.
Dentro del estudio, lo primero que observa el guitarrista es un conjunto de enormes cámaras de 16mm que transitan entre los equipos, acorde a su hábitat natural. Después de que el White Album viera la luz en 1968, a quienes decían ser “más grandes que Jesús” se les ocurrió la idea de hacer una película sobre su proceso creativo con un final casi mitológico: un concierto con nuevas canciones interpretadas para una audiencia inocente. La idea era de un Paul McCartney (James Campbell, para los amigos) atraído por un sonido rockero prestado por The Who y evidenciado por la densidad de Helter Skelter. Justamente, McCartney, de camisa arremangada, barba recortada y bajo al hombro, es quien hace mover de un lado al otro las cámaras. A pesar de la hora, el cavernoso ambiente de Twickenham y la humedad que cala hasta los huesos, el único de los Cuatro que al menos intenta hacer algo es Paul. Tras la muerte de Brian Epstein, representante del grupo, el bajista se hizo cargo de la titánica tarea de animar a sus compañeros a componer algo más o menos decente en horas donde el sol apenas se asoma. Es que un sindicato fuerte no permite filmar durante la madrugada, donde los procesos creativos cobran mayor relevancia, o al menos los músicos no bostezan tanto.
Harrison ve cómo McCartney y Ringo Starr dialogan. O mejor dicho, cómo el nuevo director técnico del equipo da indicaciones al baterista. Sin ser un iluminado, Ringo tenía muy en claro su rol dentro de la banda, lo que no significaba tampoco acatar todas las órdenes de un McCartney demasiado enérgico para ese entonces. Sin haberse sacado nunca su campera negra, el baterista oye pero no escucha. Mira a Harrison pero tampoco lo observa. Cree entender algo de lo que la artista conceptual japonesa Yoko Ono y John Lennon dicen luego de que surtiera efecto otra dosis de LSD. Algo de lo poco que hablan, ausentes en un viaje astral que solo tiene lugar dentro de sus cabezas, mientras Paul intenta que el flaco de patillas y lentes circulares al menos agarre aquella Gretsch blanca y toque un par de acordes.
“Vamos a probar Hey Jude otra vez”, vociferó el bajista, mientras dirigía la primera mirada de la mañana a Harrison, como si mágicamente hubiera aparecido. Si pueden encontrar una copia de la película (que pasaría a llamarse Let It Be), podrán ver el momento justo en el que George decide abandonar al grupo después de una discusión desesperadamente tranquila con McCartney, sobre cómo tocar correctamente la guitarra durante la canción:
“Voy a tocar lo que quieras que toque o no tocaré nada”, suplica Harrison. “Lo que sea que te guste, lo haré”.
Fuente: La Mañana. La Mañana